Así, la persona respira más fuerte (para disponer de más oxígeno), el corazón late más rápido (para hacer llegar más sangre a los músculos y al cerebro y tener más glucosa y oxígeno), los músculos se tensan (para estar más preparados para huir o defenderse), los poros de la piel se cierran (para protegerla de posibles lesiones), etc. Paralelamente, se envía información de la alarma a otras glándulas del cuerpo para que liberen hormonas (glucocorticoides) que tienen un efecto antiinflamatorio en los tejidos y órganos, para evitar daño físico. Así, el cuerpo se siente como una olla a presión.
Una vez pasa el peligro o si se tiene éxito a la hora de afrontarlo, o si simplemente la persona se da cuenta de que no hay ninguna amenaza real, la alarma a nivel cerebral se desactiva, el sistema nervioso se reequilibra y el miedo o la ansiedad disminuyen.
Pero también puede ocurrir que, a veces, no se sepa cuál es el peligro concreto o de dónde viene.
Entonces, la atención se fija mucho en las sensaciones corporales desagradables, lo que probablemente hace que el ritmo cardíaco y respiratorio aumenten aún más hasta el punto de que cueste respirar.